julio 08, 2010

Empieza el show

Y finalmente llegó el día en que volvía a sentirme ciclista, el día en que comenzaba de verdad una nueva etapa del viaje. Las sensaciones son raras. Por una parte mi caballo de hierro es diferente y deberemos conocernos poco a poco. Y por otro lado no acabo de acostumbrarme a mirar por el retrovisor y no ver la silueta del Abuelo.Han sido muchos meses juntos y ahora debo arreglármelas sin el.

Ya he comentado muchas veces que Tailandia es un país fácil. Las carreteras son buenas, hay comida y bebida fría por doquier y la gente te mima. Noto gran diferencia entre ir solo e ir con Iñigo. El viejo instinto de protección al prójimo se agudiza si vas solo y la gente se preocupa más por tí.

Y aunque nos soy supersticioso espero que no sea un mal augurio presenciar un accidente a los pocos kilómetros de iniciar la marcha...A los pocos minutos mueve un brazo y la gente se dispersa.


La vida discurre tranquila en la costa este del país. Y como no podía ser de otra manera la economía gira en torno al agua.

Y lo compruebo viendo a pescadores de mar adentro...

... de cercanías...

... de playa....

... o de río...


... la cosa es que hay tramos de costa ocupados por empresas criadoras de marisco que impregnan el ambiente de un olor insoportable, que hace que sus playas estén dejadas y sucias. Son playas dedicadas al trabajo, no al ocio.


Esto hace que no sean atractivas para dormir así que busco refugio en los templos. Los monjes son gente sencilla, dedicados a una vida austera. Se levantan a las cuatro para cantar su mantras. A las seis se dan una vuelta por los alrededores a mendigar la comida que comerán. Después tendrán su tiempo, sus mantras y se acostarán sin cenar. Pero nadie puede evitar que los más jóvenes fumen, no se separen de sus móviles, jueguen a la play-station o tengan sus posters de bellas jóvenes en las paredes de sus celdas...


Y aquellos que vivan una vida terrenal deberán cuidar lo que les da de comer,


antes de que vengan los de naranja y les quemen la barraca...


Nunca olvidaré mi estancia en Songkhla, una ciudad próspera que vive del petróleo y que es sinónimo de hospitalidad, de invitaciones a comer y a cenar, de mercado nocturno y de los masivos botellones de los jóvenes en la playa. Y porque parece que me acerco al fin del mundo, a las provincias rebeldes del sur, a las provincias a las que ni por todo el oro del mundo deberé acercarme, si es que quiero seguir viviendo...

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